En su novela ‘Los supervivientes’, Jimina Sabadú –a más señas corralera– mostraba el colegio como un ecosistema atroz donde las víctimas no tenían otra que aprender a comportarse como depredadores.
Espiando entre los pupitres de un entorno similar, Laura Wandel coincide en una casi entomológica mirada sobre un sistema construido sobre el sedimento de los inocentes. El suyo es un recorrido por las trincheras del dolor, a través de una cámara que persigue a su guía casi a ras del suelo, vivi cada por el virtuosismo de los planos secuencia. Y, pese a su depurada pericia formal, no estamos ante un mero ejercicio de estilo; tampoco es este un retrato nihilista.
Un pequeño mundo (Playground), con su decisiva coda de esperanza, se convierte en la crónica de un tempranísimo inconformismo y de una emergente fe en la solidaridad como única senda para no encallar en la banalidad del mal. La entenderán quienes estuvieron allí y resistieron.
“Escogí el colegio, y sobre todo el patio, porque es una micro-sociedad. El tema de la integración está en las escuelas. Me dediqué a observar patios durante varios meses y descubrí que existía la noción de territorio. La infancia es la época de los primeros descubrimientos, cuando construimos nuestro paisaje interior, que a menudo determina nuestra opinión del mundo cuando somos adultos. Incluso más que aprender a leer y a escribir, exploramos las relaciones con los demás. Un pequeño mundo habla de la fuerza, de la resiliencia de los niños.”
Laura Wandel
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