Es verdad que no paramos de anunciarte otra de las mejores películas del año, pero como dije que decía Sisa, las cosas son lo que son. Seis y cuatro nominaciones a unos cercanos Goya y Feroz pueden avalar ya Libertad, maravilla de ópera prima presentada en Cannes casi como única representante española, de mano de un nombre que venía resonando con fuerza y arrasando desde el corto y el guión (10.000 kms, Petra) como parte del inexorable fenómeno feminista que ha arrollado cual tsunami con cotas de creatividad y sensibilidad inéditas, y que amplía con rotundidad ese fascinante panorama generacional de nuevas directoras del que sentirnos afortunados por atestiguar (y al que extrañamente aún nadie ha bautizado). Amor y cine para todas.
En el arranque del debut en el largo de la guionista Clara Roquet contemplamos cómo se hace visible Consuelo, la trabajadora del hogar en que se ambienta la película, entre las cortinas de los ventanales que limpia. Una imagen en absoluto banal que sintoniza con el tono de una propuesta firmada por alguien con un inmenso talento para observar los matices de las relaciones sociales y plasmarlos sin subrayados en la pantalla. Libertad resigue el despertar adolescente de Nora, a priori una muchacha como cualquier otra que pasa el verano en el chalé familiar en la Costa Brava.
La llegada de Libertad, la hija de Consuelo, activa en Nora un remolino de emociones entre la fascinación y el deseo. Pero, sobre el rico tapiz del tránsito hacia la madurez de la protagonista, la cineasta teje una nueva capa: la toma de conciencia del propio privilegio de clase (esto del privilegio os debe sonar, gallinarias, porque no paro de repetíroslo, lo podéis leer más abajo).
El despertar de Nora también pasa por asumir que su vínculo con Libertad no es horizontal. Una ópera prima que hace emerger con notable sutileza una desigualdad cotidiana, tan invisibilizada en nuestro entorno como en nuestro cine.
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