Gran parte de la tarde la ha pasado el viajero paseando por la garganta de Pedro Chate y visitando el puente de la Caraba, al que hacía tiempo que no iba. Después de esas horas “amosquilado” en el frescor de la garganta, decide regresar a Jaraíz. Tras subir las Costeras, se detiene en la gasolinera para repostar, ya que es un poco maniático y no le gusta tener el depósito del coche bajo. Mientras se realiza la operación mira el paisaje que tiene a su alrededor y, de repente, recuerda que hay otro sitio al que hace tiempo que no va y que no está lejos de allí: el dolmen de Lamoina o el dolmen de la “Fuente del Sauce”, que es como le gusta llamarlo, pues nunca ha sabido ni el significado ni el porqué del nombre oficial.
Dejando el coche aparcado junto a la estación de servicio se dirige por la orilla de la carretera hacia el camino que le llevará junto al dolmen. Casualmente, es la primera vez que viene a visitarlo a esta hora casi crepuscular. Nunca antes había estado en esta zona a la caída del sol. Todo es tranquilidad.
A los lejos, se percibe el tintineo de los campanillos de las cabras, que regresan a la majada cercana, acompañado del ladrido de los perros y de los silbidos del cabrero; también escucha el mugido de alguna vaca de las que hay en los pastos de la zona y, en el pequeño arroyo que corre junto al dolmen, se oye el croar de las ranas mientras varios pájaros pasan sobre su cabeza camino del refugio nocturno.
Conforme se va acercando a la antigua estructura, sus ojos se fijan no en el túmulo que se levanta varios metros sobre el nivel del suelo sino en otro montículo que se yergue en la pradera unos cientos de metros más allá, cubierto de arbustos y escobas. Parece una formación natural pero él sabe que no es así, ya que en realidad se trata de otro dolmen, aún sin excavar, de dimensiones más pequeñas. No puede evitar que su mente comience a divagar sobre el porqué de esa tumba junto a la otra. Observa el terreno, ve el arroyo que corre y la zona húmeda que separa ambos montículos. El agua, fuente de vida, rodea en cierta manera estas moradas de muerte. Sin dejar de pensar en un posible significado de esta localización, se aproxima lentamente a la base del túmulo del gran dolmen. Le gusta pararse frente a la entrada e intenta imaginarlo tapado con las enormes lajas de piedra que lo cerraban, cubiertas con un manto de hierba, como un gigantesco flan vegetal, accesible a través del angosto pasillo que se abre desde el vestíbulo inicial y que concluye en la cámara circular, de considerables dimensiones. También intenta imaginar a los artífices de la obra, no ya transportando las enormes piedras sino grabando sobre las mismas las extrañas figuras que aún hoy se pueden contemplar y cuyo significado se le escapan ¿Qué simbolizaban esos grabados circulares, o en forma de serpiente, o en forma de hojas y ramas?; ¿esas figuras humanas o esas cazoletas que hoy día el paso del tiempo ha borrado casi por completo? ¿Qué función tenían en esa cámara funeraria envuelta en tinieblas, en las que además se hallaron cuentas de collar, puntas de flecha y otros objetos de piedra? No lo sabe y quizás nunca nadie lo sabrá con certeza.
Ante esta ignorancia, lo único que puede hacer es intentar observar el sitio en medio de un silencio casi sepulcral y mostrar un venerable respeto. No en vano está en una tumba. Es algo de lo que se suele olvidar cuando la visita acompañando a amigos que la desconocen. Es una tumba y en ocasiones, como le ocurre esta tarde, piensa en los hombres que enterraron allí a sus seres queridos ya fueran varios miembros del grupo o uno de sus jefes o ¿por qué no? algún brujo o chamán capaz de hablar con los espíritus; aunque majestuosa es una tumba, igual que las otras que hay subiendo por el valle en las necrópolis del poblado del Canchal.
Son tumbas y ya solo por eso se merecen un respeto y, si a su condición de tierra venerable, se le une su antigüedad, las razones para respetarlas y cuidarlas como se merecen se multiplican. Por todo eso, en esta tarde, ya casi noche, el viajero mira hacia el sol que se pone sobre los cerros y, a modo de oración, recuerda aquellas palabras que el emperador Adriano dedicara a la memoria de su predecesor Trajano, adaptándolas al anónimo ocupante de dolmen: “(…) un muerto tiene derecho (…), a (unos momentos de recuerdo) antes (…) los milenios de olvido.”
Sit tibi terra levis (Que la tierra te sea leve)
Artículo de Francisco Vicente Calle Calle
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